Aquella noche Rudolf organizaba una fiesta en su casa. Vendrían el concejal Crimson y esposa, el matrimonio Mccoy con su retoño Michael, y la amabilísima señorita Pickles con su caniche. A las 5, con mucha puntualidad, estaban allí todos los invitados. Rudolf invitó a sus amigos a entrar en la casa y les enseñó toda la colección de piezas de caza que tenía colgadas por las paredes.
-Este majestuoso ejemplar lo cacé hace no muchos años, en la finca de mi primo...
-Este otro, como podéis ver, llama la atención por su prominente cráneo. Por eso lo he puesto encima de la chimenea: para que resalte más...
-Este de aquí es el primero que cacé, con dieciséis años. Le tengo un cariño especial...
Mientras mostraba sus trofeos todos asentían satisfechos, dando signos de aprobación. La mujer de Rudolf sacó té para todos y se sentaron a charlar agradablemente junto al fuego. El concejal y su mujer se sentaron al lado de Rudolf en el sillón grande, y el matrimonio Mccoy en un sofá contiguo. La señorita Pickles pidió permiso para subir a su adorable caniche al sofá y a Rudolf le pareció bien, así que lo puso sobre sus rodillas y empezó a acariciarlo suavemente.
Estaba siendo una velada estupenda, todos sonreían y, además, Rudolf estaba de un humor espléndido, contando anécdotas graciosas y haciendo las veces de anfitrión, cosa que le agradaba sobremanera. El querubín de los Mccoy llevaba toda la tarde callado, y Rudolf, que había oído hablar de la sagacidad del pequeño, estaba un poco extrañado de ese comportamiento. Con el afán de romper el hielo, comenzó a hablar con él.
-Bueno, pequeñín, te veo muy callado. Tus padres dicen que eres un chico muy listo, ¿qué te parecen mis trofeos?¿te gustan?
-No me gustan, Señor Rudolf.
Rudolf le miró extrañado y todos rieron políticamente, como diciendo “¡mira qué gracioso el niño!”.
-¿Y eso por qué? A mí me parecen muy bonitos y les tengo mucho cariño.
-Es que hay algo que no entiendo, señor Rudolf.
-¿Y qué es lo que no entiendes, hijo mío? -Rudolf estaba empezando a sentirse incómodo con la conversación, pero intentaba mantener las apariencias.
-No entiendo cómo puede tener cariño a algo que usted mismo ha matado. Es como si un asesino guardara los cadáveres embalsamados de sus víctimas y se los enseñara a sus amigos, ¿me entiende?
Rudolf soltó una carcajada sarcástica.
-¿Pero de dónde han sacado a este chico?
El matrimonio Mccoy aguardaba callado y rezando para sus adentros que su hijo no siguiera hablando. De aquella fiesta dependía que a Norman Mccoy le ascendieran a director de personal en la empresa de productos cárnicos de la que Rudolf era dueño.
-No le haga caso, señor Rudolf, es sólo un niño...
-No se preocupe, Norman, quiero escuchar lo que tiene que decir. -dijo Rudolf, que estaba contrariado, pero a la vez sentía curiosidad por el chico- Vamos, pequeño, suéltalo.
-A lo que me refiero, señor Rudolf, -continuó Michael- es que usted se cree muy civilizado, pero no es más que un salvaje que mata por placer, además de ser un exhibicionista. Nos invita a todos a un té mientras nos enseña cabezas de animales muertos y cree que eso es tener el gusto muy refinado. Si le digo la verdad, preferiría estar con unos mendigos bebiendo agua de las alcantarillas y calentándome las manos con el fuego de un bidón que estar discutiendo con usted acerca de esto...
Rudolf, perdiendo la paciencia, se levantó de un salto.
-¡Ahora sí que se ha pasado de la raya! Señor, Mccoy, voy a tener que rogarle que haga callar a su hijo.
El señor Mccoy cogió al pequeño, se lo llevó al hall, y le dio unos cuantos azotes con la zapatilla. Cuando volvieron, Michael estaba de lo más callado. Se sentó en el suelo y se dedicó a contemplar la conversación de los mayores que, después de un ligero tentempié, dieron cuenta de dos botellas de Chateau Latour. Un rato después ya estaban bastante achispados, la noche se estaba animando de nuevo y se había olvidado casi por completo el incidente. En un momento dado, el concejal Crimson observó, para gran regocijo, que el pequeño Michael se estaba portando muy bien y estaba muy calladito. Pronto se dieron cuenta de que ni siquiera estaba en el salón.
-No se preocupen, queridos amigos. Estará jugando.-Dijo tranquilizadoramente Rudolf, y acto seguido añadió- He de reconocer que su hijo, señor Mccoy, es un poco entrometido, pero estoy seguro de que tiene un gran corazón, como su padre.
-Gracias, Señor Rudolf, ¡usted me halaga!
Todos rieron y se dispusieron a hacer un brindis por aquella velada tan estupenda. El concejal comenzó un discurso sobre la moralidad y el buen trabajo de los hombres de bien como el señor Rudolf, cuando entró el Pequeño Michael con una bandeja de plata de las que había en la cocina, actuando como si fuese un camarero.
-¡Qué gracioso!-Dijo la señora Crimson.
-¡Realmente es un chico estupendo! -añadió la señora Pickles.
-¡Qué diantres!¡Brindemos por el chico! -exclamó el concejal, estusiasmado.
El pequeño Michael se puso en frente de la hoguera con su bandeja, causando mucha expectación entre los presentes.
-Señor Rudolf... he estado pensando en lo que dijo usted antes y he llegado a la conclusión de que tiene usted razón. Por eso le he traído un regalo para que usted me perdone. Espero que le guste...
El matrimonio Mccoy no cabía en sí de gozo, miraban a su hijo casi con las lágrimas saliéndose de sus ojos. Rudolf sonrió, satisfecho por haber sido tan buena influencia para el chico. La señora Pickles se acariciaba a sí misma, emocionada. El pequeño Michael levantó la bandeja. Había algo dentro pero estaba tapado por un gran paño y no se podía ver lo que era.
-¡Venga, chico, enséñanoslo! -bramó burlonamente Rudolf, que ya sentía el calor del vino subiendo por sus mejillas.
En ese momento, el pequeño Michael levantó el paño de la bandeja y todos pudieron ver lo que había dentro: era la cabeza decapitada del caniche sobre un charco de sangre negruzca, con la lengua colgando hacia un lado.
-¿Le gusta, señor Rudolf? ¡Es para su colección!
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